un hombre efectivo


Seleccionado para integrar antología de cuentos de la Municipalidad de Córdoba. 1999.

Incluido en Textos sin destino.


Cuando me encargaron el trabajo yo estaba cerrando un balance algo complicado. Sabía con certeza que era necesario poner alegres a los corazones de los accionistas para que siguieran apostando a esa decadente fábrica de acoplados de la ciudad de Córdoba. Una empresa familiar, antiguo orgullo de su fundador, jaqueada ahora por la voracidad de los descendientes. De tanto en tanto, un anónimo agitaba el timbre del teléfono de mi escritorio preguntándome si estaba dispuesto, a lo que yo respondía casi sin pensarlo con un por cuánto y si la cifra me gustaba encendía los motores de las horas extras. Dejaba atrás mi pulcra familia, mi legal trabajo y me encaminaba tranquilo por el sendero del crimen, sin que aquello constituyera en realidad un placer, sino otra rutina, más espaciada y remota.

Llegaba al poco tiempo a mi oficina un sobre con un video o varias fotografías, un pasaje de avión, hábitos y lugares que frecuentaba la posible víctima y sus momentos de soledad en los que alguien puede encontrarse consigo mismo o con la muerte. La mujer que debía matar vivía en Rosario, ciudad que yo conocía por trabajos anteriores. Porque si algo tenía de bueno este otro trabajo era la posibilidad de viajar y la obligación de interesarme por las ciudades y las múltiples maneras de abordarlas. Posibilidad que yo masticaba con la paciencia y la curiosidad de una vaca madura. Para mi familia, aquellos viajes eran obviamente de trabajo y no insumían más que un fin de semana, mi índice de efectividad era del noventa por ciento, nueve de cada diez, noventa de cada cien o para ser más preciso: veintisiete de treinta.

En realidad, si bien yo estaba un poco engreído con eso de la efectividad no lo demostraba tanto, si algo me caracterizó en la vida fue la humildad. A veces los demás, en otro plano, lo reconocieron. Lo curioso de este trámite fue encontrarme con la víctima no ya en la escena del crimen, sino mucho antes, en el aeropuerto, un sábado absolutamente preparado para que todo el mundo volara, con un cielo que bien podrían envidiar las fotografías y esa ansiedad de los lugares transitorios, que gracias a los tiempos se han convertido en especie de hogares. La mujer que debía matar apenas pasaba los treinta y era hermosa en el sentido que son bellas las mujeres, es decir, en aquello que no podemos intuir y hace preguntarnos una y mil veces qué es lo que tanto nos gusta. Las fotografías que yo había visto no mostraban su cuerpo, como si aquel fuera un detalle menor que en verdad no era. Comprobé que tenía casi mi altura y al chequear el pasaje, parada frente a mí en la fila del check in, supe que estaríamos en asientos continuos.

Mi futura víctima acomodó su bolso negro y antes de sentarse acomodó también su pelo negro que olía a rosas. Yo estaba del lado de la ventanilla apropiándome del privilegio de ver de arriba, no habíamos despegado cuando empezamos a conversar. Me contó que venía del norte, cansada porque a pesar de que los vuelos eran cortos, la agotaban. El vuelo era tan apacible que daban ganar de tomar whisky, que en mi caso es como decir no me importa nada, un solo whisky bebido sin desayunar hace de mí alguien diferente o que al menos pretende ser diferente y en esa diferencia busco ese otro que soy, un hombre limpio, extendido, que utiliza recursos inesperados y a pesar de las ventajas que dan los otros, toma lo que puede como si no fueran ventajas sino acontecimientos amparados por la naturaleza.

En medio de la conversación nos mostramos los retratos de nuestros hijos. Ella tenía dos, seguramente rubios como el padre, yo alardeé con mis nenas, las dos morochas, bromeamos acerca de que podríamos hacerlos conocer para que noviaran. Después, yo hablé en extenso de mi trabajo como contador, de las dificultades y oportunidades de la época, llegué a citar a un personaje de Balzac, diciendo en Papá Goriot mientras transcurría tranquilo el año 1789: “para triunfar en esta época hay que ser un corrupto o un genio”, mostrando una erudición que en realidad no tengo. Ella escuchaba con atención, como si pudiera descifrar el revés de las palabras y a veces me asustaba: hay tantos imperceptibles detalles que hablan de nosotros mismos que cuando uno es un asesino a sueldo debe controlarlos.

Aquella era una mujer perceptiva y a la vez valiente, porque sabiendo que detrás de mi apariencia se acurrucaba como un gato el dolor final, seguía adelante disfrutando del corto viaje, de la charla y del whisky que por fin llegó para obligarnos a arriesgar un poco más y extendernos hacia las confidencias. Las mujeres de mi vida pueden contarse con los dedos de las manos, no más. Sin embargo, esa mañana, estaba convencido de que podía lograr que una piedra me hablara y ella, mi víctima, que estaba tan divorciada hacía apenas un mes, se dirigía a mí penetrándome con dos tremendos ojos azules, maldita sea, viendo adentro, sintiéndose cómoda y amparada, desatando con prolijidad ciertos nudos, dando mayor espesura al aire artificial del avión.

Más tarde, aterrizamos. Antes habíamos intercambiado nuestros teléfonos, el de mi hotel y el de su casa, que yo ya conocía. Un chofer de taxis del aeropuerto me entregó el arma dentro de un paquete envuelto en papel madera. Era un arma pequeña y poderosa, nunca la había usado.

A las veintidós treinta de ese sábado éramos un pareja cenando con poca luz y esas ganas de hablar que surgen cuando estamos con alguien que queremos conocer. Un espacio donde somos perfectos e ingeniosos, donde cualquier tema es bueno, los violines no desafinan y cada cosa, una vela, una servilleta sobre la falda, el sutil roce de las manos tomando el pan o la simpática comedia de los mozos cómplices, provocan más que la comida, siempre en estos casos, exquisita.

En la cena, alguien que la conocía la saludó con un guiño. Llegué a pensar a mis cuarenta como veinte y así lo demostré más tarde en la cama del hotel, como si me hubieran convencido con sabias palabras de que no hay otra cosa más importante en la vida que hacer el amor hasta la madrugada. Ella parecía feliz, como quien vuelve de un largo viaje que ha disfrutado, pero sabía, y era tan eficaz en su percepción, que cuando dejó el hotel y combinamos en encontrarnos al otro día, pude ver en su rostro una mueca de terror, asustándome a la vez, poniéndome en alerta como nunca antes ninguna otra víctima.

El lugar del encuentro era el río. Si algo tiene de bueno Rosario es un ancho río que parece querer llevárselo todo de una vez y uno pierde la vista extasiado, afirmándose más en sus propios pies (por las dudas) y quizá eso defina alguna forma de ser. Cuando llegué a la costa, vi a un hombre rubio discutiendo acaloradamente con la mujer que yo debía matar. Aprovechando su fuerza, el hombre la zamarreó de su blusa para después darle un fuerte golpe en el rostro que terminó por desbarrancarla, ella, desmayada supongo, cayó pesadamente en el agua, el hombre entonces subió rápidamente a su auto y huyó. Mi arma, avergonzada a pesar de su calidad, también fue a parar al río.

Ese hombre, preso de la ansiedad de los que no pueden delegar, se me había adelantado. Mi preocupación entonces pasó a ser el dinero, igual remuneración por igual tarea, reza la Constitución. Sin embargo, a los dos días, cobré, lo cual no dejaba de hablar bien de mí. Veintiocho de treinta y uno, o para ser más preciso: un noventa coma treinta y dos por ciento de efectividad. Por primera vez pensé en enviar flores, pero no lo hice.




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