un dios conjetural


Mención en el VII Concurso Literario "Ciudad de San Lorenzo, cuna de la independencia americana". 1991.

Incluido en Textos sin destino como La piedra blanca.


Viajando de pie en un ómnibus urbano atestado de pasajeros, alcancé a percibir una voz familiar que enseguida me transportó a ese atardecer en que yo estaba en mi casa mirando hacia la calle, cuando una camioneta Ford roja que traía alguna velocidad se detuvo en seco frente a mí, segura de haber encontrado el lugar preciso. Dos hombres descendieron envueltos en la polvareda que produjeron al detenerse de ese modo, ambos trataron de apartarla abanicándose la cara con las manos y se sacudieron las ropas como si aquello fuera una maldición. Parecían listos cuando treparon a la caja del vehículo y haciendo algún esfuerzo empujaron hacia el piso algo que no alcancé a ver. Apurado por la curiosidad, corrí a ponerme los pantalones y salí tan pronto como pude, pero la camioneta y los hombres ya no estaban. Lo que habían descargado era una piedra ovoide no muy grande, tan blanca y lisa que de verdad parecía el huevo parido por un dinosuario.

Pedro, un vecino que vivía enfrente de mi casa y también tenía esa costumbre de asomarse a las ventanas, fue hasta su puerta y desde el otro lado de la calle apenas me saludó para volver a fijar los ojos en lo que yo veía. Casi al mismo tiempo los dos nos aproximamos rodeando la novedad.

–Una piedra, ¿viste?

–Sí, y qué grande.

            –Debe ser para el asfalto –agregué recordando que hacía tiempo lo deseábamos.

            –No creo.

            –Entonces debe ser para una escultura, digo, seguro que ahora viene un tipo, la pica un poco y hace algo.

            –¿Te parece?

            –No, claro, a lo mejor ya está terminada, es así nomás.

            –Qué cosa.

            –La escultura, digo, es así.

            –Che –dijo mi vecino en tono pícaro– mirá si es un huevo.

            –No creo, tiene pinta de piedra –y por las dudas le pasé la mano.

            –Pero mirá que sí puede ser un huevo. El otro día vi un documental donde mostraban unos así de grandes.

            –No digas.

            –Sí, por ingeniería genética. Los tipos agarraban un huevito y lo iban agrandando. Al final no les cabía en el laboratorio.

            –Pero no nació nada –interrumpí sorprendido.

            –Y no, supongo que no tenían cómo empollarlo.

             Pedro tenía esos hábitos fabuladores que a mí francamente me molestaban. Y si bien yo llegué a pensar que lo que vimos podía tratarse de un desecho radioactivo, dejé ahí mismo la conversación. Era muy probable que después, como acostumbraba, él empezara a recontarme de esas huellas extraterrestres que alguna vez dijo ver en el campo y sumara a la anécdota toda esa paparruchada muy suya de instruido de kiosco.

Antes de seguir escuchándolo, preferí volver a casa. Cenando, mientras miraba el noticiero, me di cuenta de que no hacía otra cosa que pensar en la piedra.  Mi mujer iba y venía con los platos cuando yo volví a pararme frente a la ventana y noté que mi vecino también estaba mirando hacia la calle, solo que él, abrazado con su mujer, trataba de mostrarle el sitio señalándolo con el dedo.  Fastidiada, mi mujer me preguntó si yo iba a seguir comiendo. En realidad, su tono reconocía antecedentes en un nimio percance que habíamos tenido meses atrás, cuando yo me asomaba para ver pasar a una vecina que hacía poco se había separado. Mi mujer no insistió, pero yo reconocí en su silencio la primera estiba de la bronca, entonces le pedí que se acercara.

–Allá, ¿ves? –le dije.

            –¿Dónde?

            –Mirame el dedo.

            Ella apoyó la cabeza sobre mi brazo sin lograr ver nada. Consecuencia lógica de su estatura y de una noche cerrada. Al principio creyó que yo me procuraba una coartada para poder ver a aquella vecina, pero luego entró en razones y aceptó mi historia sin darle demasiada importancia.

–Tanto lío por una piedra –me dijo– por qué mejor no levantás la mesa y me ayudás con la cocina.

            Que era su conclusión de todas las noches, cuando ella estaba cansada y yo también, cuando ella tenía derechos y yo también, cuando ella quería y yo no. O cuando yo quería y ella no. Y los días nos maltrataban. Esa noche no pude pegar un ojo. Me levanté a tomar agua. Noté que en la casa de Pedro un juego de luces corría del dormitorio al comedor, donde ahora él estaba, en pijamas como yo, mirando también hacia la calle. Ambos conscientes de que eran las cuatro de la mañana y que al otro día debíamos madrugar nos encontramos en la piedra.

–No puedo dormir –dijo redundando.

            –Yo tampoco, tengo calor.

            –Sí, está bastante pesado, para colmo el otro día se me descompuso el ventilador.

            –No sabía –dije.

            –Hizo un fogonazo tremendo, yo creí que se me quemaba la casa.

–Hay que tener cuidado –recomendé, hablándole después de un electricista que yo conocía bien.

Él me agradeció la preocupación con un gesto e inmediatamente, con esa falsa solvencia que siempre tuvo, me aclaró que algo de electricidad entendía y enseguida, sin darme respiro, empezó a hablar de la superconductividad, de los avances en los grados de enfriamiento que evitan el deterioro de los circuitos. Siguió con la dificultad en la reiteración de fenómenos físicos en iguales condiciones ambientales, que según su decir, alterados por el factor tiempo nunca proporcionan idénticos resultados. Quiso prestarme un fascículo, pero me negué rotundamente. Terminamos sendos cigarrillos y nos atacó el sueño. Más tarde vi esa cara que él ponía todas las mañanas cuando salía para su trabajo, no tan diferente a la que yo había visto en el espejo. Nos encaminamos hacia la parada del ómnibus y ninguno de los dos se atrevió a hablar de la piedra, hasta que yo mismo dije que la veía más grande.

            –Qué cosa.

–A la piedra.

–¿Te parece?

            –Fijate que esta mañana pude verla casi entera desde la ventana.

–Pueden haberla corrido –me dijo Pedro, reflexivo.

            –¿Corrido?

–Claro, si la pusieron en medio de la calle, vos ahora podés verla. Es una cuestión de perspectiva. A mayor distancia...

Con mínimas diferencias de tiempo regresábamos de nuestros empleos.  Ese día, los ómnibus que nos traían al barrio casi se chocaron en la parada. Nos bajamos en el mismo momento. Es seguro que al vernos los dos pensamos en la piedra. Unos chicos se le subían encima y desde ahí se tiraban al suelo para ver quién llegaba más lejos.  Hasta que no sé de dónde, un señor pelado, vestido con túnica, nos superó corriendo y gritando ¡la señal! ¡la señal! Con Pedro nos miramos y corrimos detrás de él. El pelado les pidió a los chicos que se retiraran. Orden que no objetamos porque ni Pedro ni yo teníamos hijos. Los chicos obedecieron diciendo algunos improperios, entonces el pelado se abalanzó sobre la piedra diciendo mientras la acariciaba yo sabía, yo sabía. Mi vecino, tal vez más curioso, me ganó en acercársele.

–Discúlpeme –le dijo– qué pasa.

            El pelado tomó a mi vecino de los brazos y mirándolo con ojos grandes, le dijo:

–Es la señal, ¿entiende?, la señal.

Pedro no entendió nada, pero como tal vez seguía siendo más curioso que yo, le pidió que se tranquilizara y le dijera de qué señal se trataba.

–Es un mensaje de Dios, ¿entiende?

–¿Un mensaje de Dios? –preguntó mi vecino mirándome.

Por supuesto, dijo el pelado levantando los brazos, Dios está enfermo por nuestros pecados, ésta es su señal, e inmediatamente sacó de su túnica un libro que a mí me pareció un fascículo, diciéndonos:

–Fíjense, está escrito.

Pedro tomó el fascículo y empezó a leerlo mientras el pelado seguía acariciando la piedra. Yo me acerqué y alcancé a ver un dibujo o una fotografía de una piedra similar a la nuestra, fiel testimonio de Dios enfermo por los pecados del hombre. Me hizo algo de gracia pensar que la piedra bien podía ser un cálculo hepático de Dios y lo imaginé  anciano, tomando té de carqueja y mirando el mundo preocupado. Mi vecino en cambio, haciendo gala de un sospechoso interés, leyó el fascículo como si se tratara de algo serio.

Al ver un alboroto poco frecuente en el barrio, los vecinos se acercaron. Entre la gente, además de mi mujer, estaba la vampiresa que hacía poco se había separado. Lo cierto es que el libro corrió de mano en mano y yo me aparté un poco para reírme tranquilo. Mi mujer se me acercó para preguntarme de qué me reía, no pude contestarle, estaba tentado. La mitad de la gente ya regresaba hacia sus casas cuando yo también decidí volver. También la vampiresa se retiraba, quise cruzarme con ella, pero estaba acompañada por su hijo. 

Entré en mi casa, me bañé y mientras me secaba vi por la ventana al pelado subido a la piedra rodeado por varios vecinos alumbrándolo con velas. Mi mujer incluida. Supuse que después, cuando cenáramos, nos reiríamos un rato. En ese momento el pelado explicaba que Dios había elegido nuestro barrio porque alguna de las casas era sagrada, señalando a la de Pedro como la elegida. Pensé en mis infidelidades nunca consumadas y los congregados se movilizaron hacia esa casa. Pedro abrió la puerta para que certificaran toda la santidad que de ella emanaba. Dejé de espiar y encendí el televisor, daban una serie de detectives. Más tarde regresó mi mujer, que al entrar me miró como si yo fuera el mayor pecador del mundo.

–Qué pasa –recuerdo que el dije.

Ella se sentó a mi lado y se quedó mirando como alelada hacia el televisor.

            –¿Y?, qué tal, cómo sigue Dios –agregué sonriente.

–Bien –dijo.

            –Pero qué te pasa.

            –Nada.

            No quise seguir. La serie había terminado y comenzaba un programa de periodistas serios.  Antes de escuchar la música que los presentaba, ella me miró y con un tono que le supe ácido me preguntó si yo conocía la casa de Pedro.

            –Dicen que es sagrada –respondí con sorna.

            –¿La conocés o no?

            –No.

            –Tienen de todo.

Luego enumeró una serie de electrodomésticos y comodidades que ella deseó por mucho tiempo, inaugurando a la vez un rosario de reproches que motivaron discusiones de varios días que, repitiéndose, acabaron con nuestro matrimonio. Llegado a ese punto, me mudé a la casa de mis padres.  Desde allí viajo ahora hasta mi empleo y oigo decir que la piedra tiene unas inscripciones que no recuerdo haber visto. Unos símbolos cargados de absolutas verdades que se veneran en un galpón lindero a la casa de la voz familiar de Pedro, quien además de regocijarse de los diezmos y del milagroso asfalto que cubrió mi antiguo barrio, le confía a un conocido suyo que también está feliz por otra razón: según cuenta, frente a su casa, vive una separada.



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